Carlos Manuel de Céspedes
18 de abril de 1819
27 de febrero de 1874
“Pequeño de estatura era Céspedes, aunque robusto y fuerte. Cuidadoso en el vestir, amigo del baile, de montar a caballo, de hacer esgrima, de jugar al ajedrez. Y era poeta, o mejor dicho, hacía versos, y era con las damas galante como un caballero de la Edad Media -que fue, según la Historia, la edad de la galantería suprema. Pequeño de estatura era también Napoleón, amo un día de Europa; y Bolívar, fundador de cinco naciones en América. Los hombres no son grandes por la estatura, sino por sus hechos. El mundo de los hombres no es como los mercados donde lo más que se admira de los frutos es el tamaño. El valer real del hombre no está en ser gordo o flaco, bajo o alto, rubio o moreno: el valer real del hombre está en la rectitud de la conciencia, en el genio, en el talento, en el saber, en la bondad del corazón, en no amar la vida al extremo de caer, por conservarla, en el deshonor: en saber morir a tiempo, sin miedo a la muerte... Grande fue Céspedes, a pesar de sus piernas cortas. Grande por el sentimiento, por la inteligencia, por la cultura; grande por el heroísmo y por el martirio.
“La humanidad es fea a veces. Pero un hombre grande lo reconcilia a uno con la Humanidad. Como a padre debemos todos venerar a Céspedes. Céspedes; padre nuestro que estás en la Inmortalidad, al lado de Bolívar y San Martín, Hidalgo y Martí...”
Francisco Vicente Aguilera
23 de junio de 1821
22 de febrero de 1877
“Hay hombres que son en la vida de los pueblos como jalones que señalan jornadas de gloria y de martirio. Aguilera es uno de ésos. Pensar en él; asomarse a su vida, es asistir a las pascuas de la libertad de Cuba, al viacrucis sangriento de sus defensores, y a su calvario. Aguilera fue uno de los caballeros sublimes del 10 de octubre de 1868, -día primero en el calendario de nuestro honor. Evocar su figura -alto y delgado y con la barba por el pecho- es verlo atravesar montes y visitar caseríos predicando, nuevo Cristo, la doctrina revolucionaria; es verlo, adolorida el alma por íntimas contrariedades, echarse selva adentro a encarar el peligro y la muerte, seguido de un puñado de bravos; es verlo, en fin, allá en el Norte frío, morir, más que de enfermedad, de la tristeza y horror de contemplar a sus paisanos entretenidos en dimes y diretes, dándose empujones y mordidas, mientras en la isla mártir encapotadas nubes anunciaban la caída de los héroes en el desamparo y la indigencia.
“Bayamés era Aguilera, lo mismo que Céspedes. Fueron sus padres personas distinguidas y acomodadas. En Santiago de Cuba recibió instrucción primaria. En la Habana, y en el colegio Carraguao, colegio de que era uno de los profesores el ilustre prócer José Silverio Jorrín, instrucción superior. Hombre ya, ansioso de conocer y vivir la verdadera democracia, de la que fue un enamorado fervoroso, viajó por los Estados Unidos, entonces en plena era de republicanismo verdadero. De regreso en Bayamo, vio morir a su padre, y contrajo matrimonio. Dueño de inmensa fortuna, todo parecía sonreírle. Y no era así: en el pecho, el dolor de su patria esclava no lo dejaba dormir tranquilo, y en las noches insomnes, tendía en vano los brazos como queriendo levantarla de la abyección y la miseria.
“Bayamés era Aguilera, lo mismo que Céspedes. Fueron sus padres personas distinguidas y acomodadas. En Santiago de Cuba recibió instrucción primaria. En la Habana, y en el colegio Carraguao, colegio de que era uno de los profesores el ilustre prócer José Silverio Jorrín, instrucción superior. Hombre ya, ansioso de conocer y vivir la verdadera democracia, de la que fue un enamorado fervoroso, viajó por los Estados Unidos, entonces en plena era de republicanismo verdadero. De regreso en Bayamo, vio morir a su padre, y contrajo matrimonio. Dueño de inmensa fortuna, todo parecía sonreírle. Y no era así: en el pecho, el dolor de su patria esclava no lo dejaba dormir tranquilo, y en las noches insomnes, tendía en vano los brazos como queriendo levantarla de la abyección y la miseria.
“¡A qué grandes pruebas se vio sometido Aguilera! Primero en la contienda: más tarde en la emigración. Si la patria no hubiera sido para él una religión, quizás hubiera discutido lauros y preeminencias. Pero él no era más que un patriota, capaz del mayor sacrificio por la felicidad de su tierra. Cuando se le impuso salir del campo, donde ya se moría a diario por la redención, salió sin replicar. Si era Cuba quien mandaba, obedecer era su lema. La emigración era, en aquella época, un nido de culebras y águilas. Aguilera fue allí a sufrir. Allí vivió decepcionado, ¡él, tan lleno de ilusiones siempre! y murió comido de pesares. Pero no ha muerto; hemos dicho mal. La muerte es la proveedora del olvido, mas también de la gloria. Conquistar fama es prolongar la existencia, porque aun estando muerto, se vive en la memoria de los demás. La gloria sigue a los héroes, pero no abandona a los mártires. Ahí está Cristo. Ahí está Aguilera...”
Ignacio Agramonte y Loynaz
23 de diciembre de 1841
11 de mayo de 1873
“Tenía Agramonte, como San Martín, al decir de un egregio poeta, dos blancuras: su espada y su conciencia. Era un santo por la bondad y un león por el valor. Martí lo llamó "un brillante con alma de beso"; Zambrana, "un arcángel soñado por la leyenda de oro"; Manuel Sanguily, "un romano de los heroicos tiempos de la gran República". Nuestra historia, todavía en pañales, no lo ha mostrado hasta ahora más que para reverenciarlo y bendecirlo. Nadie sabe si tuvo errores, si pecó alguna vez, si hizo mal. Nadie sabe más sino que fue, en la República en armas, un Catón; para sus soldados, un camarada y un padre; para el enemigo, en el combate, todo fiereza; en la adversidad, todo perdón. Ignacio Agramonte fue, entre aquella pléyade de gigantes del 68, la encarnación de los más puros anhelos de democracia y de respeto a la libertad plena del hombre. Los cubanos nunca podrán olvidarlo. Mientras haya quienes opriman, tendrá contrarios; mientras haya oprimidos, tendrá hijos...
“Muchas serían las páginas que habría que escribir para reseñar, ligeramente que fuese, las proezas de Agramonte. Luchando sin descanso, peleando casi diariamente, estuvo cerca de dos años, hasta que al fin, en los campos de Jimaguayú, cayó desplomado en el fragor de un combate. Su cadáver, como el de Martí en la revolución del 95, quedó en poder de los adversarios, y conducido a su ciudad natal, fue quemado, y sus cenizas esparcidas al viento... ¡Al viento de la inmortalidad y de la gloria!...”
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